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1.1 ¿Qué es y para qué sirve la literatura?
1.1.1 Un concepto cambiante

Hasta el siglo XVIII, la palabra "literatura" —del latín litterae, que significa letras— se usaba para designar, de manera general, los "escritos" e, incluso, "el saber libresco". La idea moderna del término data del siglo XIX, a partir de la cual se engloban los textos poéticos, narrativos y dramáticos de una nación o del mundo.2

A pesar de que por experiencia sabemos que existe un conjunto de textos orales y escritos que son leídos y valorados como "literatura" (de la que hablan profesores, críticos, editores, académicos y escritores), se trata de una categoría inestable, imposible de definir con precisión, ya que los criterios que sirven para denominar de tal manera a ciertos textos cambian de acuerdo con la cultura o el momento histórico en los cuales éstos son leídos e interpretados. Y es que lo literario no se refiere a ninguna esencia o característica particular de los textos, sino que es el resultado de una compleja red de relaciones entre una estructura textual, las distintas concepciones del mundo y de la literatura que se ponen en juego, así como las expectativas, valores y creencias del público lector.

El crítico Meyer Howard Abrams3 se basó en los cuatro elementos que intervienen en el proceso literario: autor, lector, obra y universo para formular una tipología de las principales definiciones del arte y/o la literatura en la cultura occidental. En ese sentido, afirma la existencia de cuatro concepciones básicas: la mimética, la pragmática, la expresiva y la objetiva.

La concepción mimética es la más antigua de la que se tiene conocimiento y se refiere a la idea de que el arte (o la poesía) es una imitación. Imitación que, según la época y la corriente estética de la que se trate, puede ser de las acciones humanas (Aristóteles), de la naturaleza (Lessing) o, bien, de la realidad (realismo ).

En la Poética de Aristóteles (383-322 a.C.) —filósofo griego que tuvo una influencia determinante desde la antigüedad hasta el siglo XVIII europeo—, la epopeya, la tragedia, la comedia y la poesía ditirámbica son definidas como "reproducciones por imitación".4 No obstante, la poesía no imita las cosas reales tal como sucedieron, ya que este propósito sería objeto de la historia, sino lo que "podría ser y debiera ser". En ese sentido, el objeto de la poesía sería lo falso, es decir, lo ficticio, con la condición de ser verosímil, ya que —afirma Aristóteles— es preferible "imposibilidad verosímil a posibilidad increíble".5 Con base en esta concepción, en el siglo XVIII se definió a la literatura como mentira, engaño, y se le restó validez como fuente de conocimiento y verdad.

Actualmente se considera que el carácter ficticio no constituye, propiamente, una definición de la literatura sino que se refiere a una de sus características que, por lo demás, no puede aplicarse a cualquier texto. Por ejemplo, la poesía no es ni imitación ni ficción. Tampoco todo texto ficticio es literario, como sería el caso de las historietas o las telenovelas.

La concepción pragmática plantea como fundamental la relación entre la obra y el lector, ya que supone que la obra es un vehículo para producir un efecto didáctico, moral o placentero sobre su auditorio. Ya se ha mencionado que la Poética de Aristóteles planteaba que el poeta imita no "lo que es, ha sido o será", sino sólo "lo que podría y debiera ser", de manera que desde entonces se sugería que el poema debía ofrecer al auditorio modelos de conducta apegados a la virtud y a los más altos valores de la época .

El mayor representante de la concepción pragmática de la poesía en la antigüedad es Horacio (65-08 a.C.), el gran poeta lírico y satírico romano, en cuya Ars poética consideraba que "el propósito del poeta es o ser provechoso o gustar o fundir en uno lo deleitoso y lo útil".6 La huella de Horacio en la literatura occidental fue profunda, ya que estos dos términos, enseñar y deleitar, unidos al de conmover, sirvieron por siglos para definir los efectos estéticos que el poeta trataría de producir sobre el lector.

La idea de que la literatura es un instrumento para conseguir una finalidad moral, de que la obra debe disfrazar una doctrina o una enseñanza, así como la búsqueda de una determinada respuesta en el público y obtener el máximo placer, son algunas de las características que dominaron la producción literaria hasta el siglo XVIII y, junto con la concepción mimética, constituyen la principal actitud estética del mundo occidental .

Por otra parte, a fines del siglo XVIII se observa que "agradar" se vuelve más importante que "instruir", por lo que el arte empezó a concebirse como "lo bello", categoría relacionada con el gusto, la cual pasa a ocupar el centro de la concepción pragmática.

En la orientación expresiva se observa un desplazamiento del interés hacia el genio natural, la imaginación creadora y la espontaneidad del autor. En esta concepción —característica del romanticismo (principios del siglo XIX)—, la subjetividad y las necesidades emotivas del poeta son, simultáneamente, la causa y la finalidad del arte. De esta manera, la contemplación interior se afirma como prioritaria, y junto con ella se valora toda experiencia íntima, emocional y fuera del control consciente y racional, como sería el caso del sueño, el éxtasis o el entusiasmo. Novalis, el poeta del romanticismo alemán, se refirió con toda claridad a ese "camino interior" que debía seguir la poesía:

Soñamos con viajes por el universo; pero ¿no se encuentra acaso el universo en nosotros? No conocemos las profundidades de nuestro espíritu. Hacia dentro de nosotros mismos nos lleva un misterioso sendero. Dentro de nosotros, o en ninguna otra parte, se encuentra la eternidad con todos sus mundos, el pasado y el futuro.7

En esta concepción se asume también que la obra de arte es producto de la imaginación y no de la razón del poeta, de suerte que su funcionamiento responde a una lógica y una coherencia propias que no son racionales, y se expresa, fundamentalmente, mediante un lenguaje simbólico cuyo significado rebasa lo aparente, el cual se asume como única fuente de conocimiento verdadero.

Por último, y como consecuencia de la valoración de "lo bello" como núcleo de la obra de arte, a fines del siglo XIX se empezó a concebir a la literatura como lenguaje con valor en sí mismo, considerándose como superfluo el mundo exterior al poema, su recepción por parte de los lectores, así como la intención o la subjetividad del autor. De esta manera, a partir del simbolismo se planteó la existencia de una "poesía pura", de un arte que sólo respondiera al arte mismo, en lo que M. H. Abrams define como una concepción objetiva. Como ejemplo radical de la orientación del texto hacia sí mismo y su consiguiente indiferencia por los otros elementos de la comunicación literaria, Salvador Elizondo, escritor mexicano contemporáneo, escribió un texto llamado "El grafógrafo", un fragmento del cual se transcribe a continuación:

Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y que escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir [...]8

De esta manera, queda claro que no hay una sola forma de concebir la literatura, sino que ella es un concepto dinámico y flexible que se adapta a distintas circunstancias y necesidades tanto de creación como de lectura e interpretación.

ACTIVIDADES