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4.1 Teoría narrativa
El personaje

Se observa siempre la tendencia a analizar al personaje como organismo que en nada se distingue del ser humano, olvidándose que, en última instancia, un personaje no es otra cosa que un efecto de sentido, que bien puede ser del orden de lo moral o de lo psicológico, pero siempre un efecto de sentido logrado por medio de estrategias discursivas y narrativas. Lo que importa determinar aquí son los factores discursivos, narrativo-descriptivos y referenciales que producen ese efecto de sentido que llamamos personaje, efecto de sentido que es punto de partida para discusiones sobre las diversas formas de articulación ideológica que se llevan a cabo en un relato, con el personaje como gozne de esa vinculación.

El nombre es el centro de imantación semántica de todos los atributos del personaje, el referente de todos sus actos, y el principio de identidad que permite reconocerlo a través de todas sus transformaciones. Las formas de denominación de los personajes cubren un espectro semántico muy amplio: desde la “plenitud” referencial que puede tener un nombre histórico (Napoleón), hasta el alto grado de abstracción de un papel temático (el rey), o de una idea, como los nombres de ciertos personajes alegóricos (la Pereza, la Lujuria, etcétera).

El personaje referencial remite a una clase de personaje que, por distintas razones, ha sido codificado por la tradición. Algunos personajes, entonces, se caracterizan a partir de códigos fijados por la convención, social y/o literaria, tales como: históricos (Napoleón), mitológicos (Apolo), alegóricos (“el Odio”), tipos sociales (“el obrero”, “el pícaro”, “el caballero”, entre otros).4

En cambio, aquellos personajes que ostentan un nombre no referencial se presentan, en un primer momento, como recipientes vacíos. Su nombre constituye una especie de “blanco” semántico que el relato se encargará de ir llenando progresivamente. “En una narración clásica se llena rápidamente gracias a un ‘retrato’ bastante completo. En textos modernos el retrato es discontinuo y se extiende a lo largo de muchas páginas”.5

Ahora bien, ese blanco semántico es relativo y puede estar motivado en mayor o menor medida. Estas formas de motivación son interesantes porque en muchas de ellas —en especial la histórica y la semántico-narrativa— el nombre en sí funge al mismo tiempo como especie de “resumen” de la historia y como orientación temática del relato; casi podríamos decir que, en algunos casos, el nombre constituye un anuncio o una premonición.

La “imagen” física que tenemos de un personaje proviene, generalmente, de la información que nos pueda ofrecer un narrador o del discurso de otro personaje. Si la información proviene del narrador, el grado de confiabilidad depende de la ilusión de “objetividad” que logre a través de ese retrato. A su vez esta ilusión de objetividad depende del modelo descriptivo utilizado: mientras mejor embone con los modelos cognitivos propuestos por el saber de la época, mayor será la ilusión de que la descripción no sólo es “completa” sino “imparcial”.

Cuando es el propio personaje u otros quienes lo caracterizan, el grado de imparcialidad y de confiabilidad es aún menor. Sin embargo, no se puede descartar, como lo quería Rimmon-Kenan, la información venida al lector por estos canales, aunque sí es preciso deslindar el grado de subjetividad en la fuente de información, subjetividad que a su vez se torna en un instrumento de caracterización de quien describe. Toda descripción de la alteridad de un personaje está coloreada por la subjetividad del personaje que describe, o por la subjetividad de la conciencia focal a través de la que el narrador hace la descripción.

El espacio físico y social en el que evoluciona un relato tiene una primera e importante función de marco y sostén del mundo narrado; es el escenario indispensable para la acción. Pero con mucha frecuencia el entorno se convierte en el lugar de convergencia de los valores temáticos y simbólicos del relato, en una suerte de síntesis de la significación del personaje.

El entorno tiene, entonces, un valor sintético, pero también analítico, pues con frecuencia el espacio funge como prolongación, casi como una explicación del personaje. De hecho, entre el actor y el espacio físico y social en el que se inscribe, se establece una relación dinámica de mutua implicación y explicación. El entorno puede “contarnos” la “heroicidad” de un personaje, al servirle de relieve o de contraste. El espacio en el que evoluciona el personaje puede tener también valor simbólico de proyección de su interioridad.

4 Philippe, Hamon, “Pour un statut sémiologique du personnage”, p. 122.
5 Ibidem, p. 128..